Hoy es 15 de abril, y según lo que habíamos planificado, estamos más allá de donde deberíamos estar pasado mañana. No es por sacar ventaja de nada, es la naturaleza a nuestro alrededor y lo que nos ofrece el camino es una sorpresa constante que no tiene desperdicio, y aún cuando significa subir y subir, uno se olvida por completo del esfuerzo físico, los pies van solos como si ellos quisieran ver, y la mochila en la espalda es totalmente parte de uno. Hoy fue realmente alucinante. Martín dijo que esto cada vez se pone mejor, y es verdad. Son monstruosas, las Himalayas son unas moles que se nos aparecen y se nos plantan ante nuestros ojos y aunque sean grande porque son nuestros ojos los que las ven, como al cielo, es casi imposible verlas y verlas por completo. Uno se detiene a ver, y ellas siguen sorprendiendo con más picos, con más cuerpo brotando desde el infinito, es como si crecieran. Uno las ve, y al rato parecen más inmensas. Y somos tan pero tan pequeños, tan poca cosa, tan nada, ante tanta majestuosidad. No hay palabras para poder describir la imponencia de estas montañas. Blancas. Cubiertas de gruesas capas de nieve y hielo, una parece bañarse hacia la otra en espuma, y así siguen, entretejiéndose unas a otras todo alrededor, y con esos picos que se lanzan al espacio de repente desde una nube que decide correrse como el telón para esa representación de magnificencia. Me conmueve estar entre ellas, me supera.
Hoy caminamos
desde Pisang, Upper Pisang o Pisang de arriba, hasta Mungji. Fuimos por el
camino difícil; difícil pero bellísimo. Hay dos formas de salir de Pisang: por
la carretera en construcción o por la montaña. Por supuesto elegimos por la
montaña. Fue una subida durísima, pero tuvo su premio, y su gloria. El premio, constante.
Ver durante toda la subida el macizo de los Annapurnas, cada vez más en su
amplitud, y al llegar a la cima a 3800 metros, dos horas después de haber
salido: Ghyaru, un pueblito tibetano encaramado en la montaña con sus casitas
de piedra y su gente simpática. Toda la gente por acá es simpática. Ellos
sonríen. Son hermosos. Tranquilos. Amables. Buena gente. Nos sentamos ahí,
frente a la gompa que está al pie de Ghyaru, a tomar unos mates con todo ese
panorama increíble, una danza de blancas gigantes doblándose caprichosamente,
recortándose del cielo.
Seguimos nuestro
camino bordeando la montaña, guiados por los chortens, que son monumentos de
piedra con rodillos de oración que debemos pasar por la izquierda y hacer
girar. Lo hacemos, y todo se conjura en una paz inexplicable. El aire frío de
la altura, las montañas imponentes que sostienen y vigilan nuestros pasos, los
rodillos de oración de los chortens. Es tan hermoso!
Seguimos hasta
Ngawal, dos horas más desde Ghyaru. En Ngawal comimos el típico dhal baat y
unos macaronis. Tratamos de hablar en nepalí, lo poco que sabemos y podemos, y
ellos se ríen y se entusiasman en hablar con nosotros.
El plan inicial
era dormir mañana en Ngawal, ya habíamos adelantado un día al llegar a Chame.
Hoy pasamos de Ngawal, y sin querer, nos pasamos de Bragha, que era donde
deberíamos haber llegado pasado mañana. Esto significa que llevamos dos días
por adelantado nuestro peregrinaje. No porque sea una carrera, simplemente
porque nos gusta, porque nos sentimos bien, porque nuestros corazones se van
acostumbrando a la exigencia de latir más rápido para bombear el oxígeno
necesario para estar bien. Y estamos bien.
Nos pasamos de
largo de Bragha y llegamos a Mungji donde decidimos quedarnos. Estamos en un
albergue que cuesta 100 rupias, 1 dólar con 17 centavos. Después la comida es
más o menos siempre 4 dólares, pero si es dhal baat, nos dan para repetir, así
que más no podemos pedir.
En este lugar no
sé si hay luz, internet menos que menos.
Ya hemos tenido que sacar todo nuestro abrigo. Ayer nevó en el camino, y
aunque caminando no sentimos nada de frío, al detenernos, hay que abrigarse.
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